La formación reactiva es un mecanismo psíquico que consiste en que uno adopta una actitud, comportamiento o hábito que es justo lo contrario a un deseo inconsciente que alberga dentro de sí. Por ejemplo, una persona se puede mostrar hipermoral como formación reactiva a su deseo inconsciente de ser infiel a su pareja.
Este mecanismo puede llegar a formar parte del carácter de una persona y es muy difícil de cambiar, ya que se origina en la primera infancia y tiene que ver con aspectos de nosotros mismos de los que no queremos saber nada porque nos resultan desagradables, intolerables…
Las formaciones reactivas, sin embargo, también pueden darse a nivel colectivo, social. En la actualidad se está produciendo una muy tóxica, que tiene que ver con la necesidad imperiosa, agobiante, compulsiva, de mostrarse siempre feliz (como muestran de forma machacona, por ejemplo, la publicidad o las redes sociales). Esta inercia esconde y reprime, en cambio, la zozobra y la inquietud que atenazan a muchas personas en la actualidad.
En el poema Te deseo, de Víctor Hugo, se pueden leer los siguientes versos:
Te deseo de paso que seas triste.
No todo el año, sino apenas un día.
Pero que en ese día descubras
que la risa diaria es buena, que la risa
habitual es sosa y la risa constante es malsana.
Esa “risa constante” que Hugo califica como “malsana” es la que hoy se nos ofrece por doquier. La felicidad es obligatoria y, al igual que el amor o el sexo, se ha monetizado: se puede (presuntamente) comprar. Sin embargo, si nos creemos en la obligación de estar felices SIEMPRE nos ocultaremos a nosotros mismos afectos que nos pueden ayudar a crecer, aunque nos provoquen displacer, como la angustia, la tristeza o la frustración.
Atravesar por momentos de angustia o tristeza puede ser una brújula vital para darnos cuenta de que necesitamos hacer una serie de movimientos en nuestras vidas. En cambio, la represión de estos afectos nos aleja de nosotros mismos y nos infantiliza. Y puede llevar a crear síntomas neuróticos muy dañinos.
Además, la velocidad a la que transcurre cualquier cosa hoy día (fomentada por las nuevas tecnologías) dificulta que un ser humano pueda detenerse y conectar consigo mismo y alienta un modo de actuar de forma maquinal, de manera que se repiten patrones inconscientes de conducta que llevan a muchas personas a cometer los mismos errores o caer en las mismas situaciones una y otra vez (por ejemplo, siempre son despedidas por el mismo motivo, o traicionadas por su parejas o amigos, etc.). Todo ello, además, implica un gran gasto de energía psíquica que quita al individuo potencia de actuar.
Si, como dice mucha gente, “mañana será otro día”, se está evitando pensar en todo lo descrito arriba. Y la consecuencia de ello es que los problemas seguirán sin resolverse. Si queremos que mañana sea realmente otro día, es necesario que cada uno empiece, entre otras cosas, a renunciar a la estúpida ilusión de aparentar una felicidad falsa y constante y enfrentarse a lo desagradable.
¿Y el carpe diem? Podemos ver cómo está expresión, atribuida al poeta romano Horacio en el siglo VIII a.C., ha sido interpretada de manera interesada. Horacio hablaba de “vivir el momento” y sacar de cada instante el mejor provecho, pero no de vivir unos momentos y reprimir otros, como hace mucha gente en la actualidad. Vivir el momento significa vivir cada momento, incluidos los malos; y precisamente enfrentándonos, y no huyendo, de estos últimos es cuando sacaremos conclusiones importantes para nuestra vidas. Y, entonces sí, el carpe diem funcionará.
[Extracto del texto que sirvió de apoyo a la charla-coloquio, con el mismo título, del 15 de febrero de 2017 en Cincómonos Espai d’Art, Barcelona]
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